viernes, 16 de abril de 2010

Más lento de lo que creo


Corremos más lento de lo que creemos. Actuamos peor de lo que pensamos. Presos de nuestra mente, nos dejamos arrastrar por lo que nuestros instintos prefieren hacer.

Soy consiente de cuánto debo aguardar para embestir. Nada es gratis en esta vida y siempre hay que buscar los momentos precisos en los que se debe tomar impulso sin retroceder para salir de los hoyos en que caemos.

Los días se ponen más difíciles y coloridos a su vez. Sus brillos me empañan y no me dejan ver claramente. Camino con dificultad, tropiezo constantemente y me levanto con menos fuerzas. Fantasmas me persiguen y no me asustan. Cuando los miro, me hacen señales para que comprenda cuan vivo estoy. Les sonrío, volteo la mirada y sigo caminando.

No soy consiente de cuanto se pierde en la vida cuando uno no termina de aceptarla. Me aíslo diariamente en un lugar de mi habitación para reponerme sólo un poco y poder andar al día siguiente. En ese pequeño espacio en el que no existe gravedad y puedo relajarme por un segundo y desconectarme del mundo que me rodea.

Soy consecuente con las cosas que digo y no voy en contra de mis acuerdos y promesas. Callo, observo y no pienso. Sólo aprieto el puño derecho. Es lo máximo que puedo hacer. Aunque sé que no he cumplido muchas (promesas), nunca trate de hacer lo contrario, lo que significa que más de una vez, fracasé.

Las noches son únicas y sirven para pensar. Las palabras ausentes hacen que sólo sea válido cerrar los ojos. No para dormir, no para descansar. Sólo porque al cerrarlos puedo ver un poco más claras las cosas. Comprender la manera de vivir de cada uno, pero NO a la vida. No pierdo mi tiempo en comprenderla a ella.

No soy consecuente por la frialdad de mis actos, que muchas veces son responsables de tristeza y lágrimas ajenas. Que son indiferentes hasta con el dolor propio. Actos que justamente son producto de nuestros instintos, de mis instintos, que no miden consecuencias ni analizan razones. Que están ligados a lo que realmente somos o mejor dicho, soy.
 
Juego a perseguir sueños. Me frustra la idea de vivir sin tener uno. Me siento tranquilo de no tenerlo. No termino de comprender por qué razón aguardo aquí. No termino de asimilar. Todas las noches, antes de acostarme, me pregunto quién soy y todas las mañanas despierto más confundido sobre mi existencia.

Es más fácil y no menos duro caminar sin avanzar. Creo ir tan rápido como puedo. Creo vivir más rápido de lo que siento. Creo gritar más fuerte de lo que escucho. Creo levantarme antes de caer. Creo despertar antes de dormir. Creo ver la luna antes de anochecer. Creo verme nacer antes de morir. Creo perder antes de jugar. Creo destruirme antes de chocar. Creo mentir antes de decir.

Mi realidad me dice al oído, que voy más lento de lo que creo.


  

martes, 6 de abril de 2010

Esclavos del dolor

Terminamos recordando el principio de todo. Agradeciendo por lo aprendido y prometiendo qué no debemos hacer nunca más. El alma se inundaba de tristeza y desbordaba por nuestros ojos. Lágrimas.  

Nos abrazamos, nos tomamos de la mano. Caminamos hacia la despedida, nos miramos a los ojos como si fuera la última vez que lo hiciéramos, pues así era. Besé sus manos y ella besó las mías. Pedíamos que la noche no terminara nunca, como dos perdidos que sólo tienen el uno del otro.

Era tan difícil soltar sus manos, era tan difícil dejar de mirarla, era tan difícil pensar que sería la última vez y era tan difícil volver a la realidad. En el último abrazo rozamos nuestras mejillas, apoyamos nuestras frentes y juntamos nuestros labios. Era inevitable no pensar en dejar a un lado lo hablado, lo acordado, lo ya decidido.

La frustración se hacía más grande. La gravedad de su voz me derrumbó nuevamente y me dejó ahí, en el suelo. Ese momento se hizo eterno, las palabras no existían. Aprendimos a leer nuestros ojos tan bien, que nuestras miradas se encargaban de cerrar heridas abiertas y de abrir nuevas heridas, las más profundas.     

La luna cómplice, esa luna que con su tenue luz nos mantuvo unidos y alumbraba nuestros pasos en momentos que la oscuridad de la inseguridad nos cegaba, fue diferente con nosotros esta vez. Comprendió que cuando dos personas no deben hacerse más daño, es mejor no alumbrarlas, dejar que tropiecen y que retomen su camino con el brillo de otras estrellas.

Prometimos estar cerca, mentíamos. Decidimos ser amigos, pero dolía. Extrañamos nuestras voces, porque sólo oíamos nuestros ecos. Jugábamos a ser fuetes, perdíamos. Lloramos en silencio, gritábamos. Decidimos olvidar, sufríamos. La vida no nos permitió comprender lo sucedido, pero nos obligaba a aceptarlo.

Somos esclavos del dolor. Somos sobrevivientes de la guerra más hermosa. Somos almas intentando reencontrarse en la calle de los recuerdos con las viejas mitades cansadas, golpeadas, rencorosas y abatidas producto de los proyectiles certeros, cargados de errores y confusiones, pero nos engañábamos.

Traté de que el recorrer las palmas de tus manos al momento de soltarlas, sea una sensación perpetua que te traiga a mi mente todas las mañanas, todas las mañanas en las que veo tu foto al despertar, a la que limpio del polvo de olvido que quiere borrarla. Llegó el momento. Un beso en la frente, hacer duro el corazón y caminar sin mirar atrás como me lo enseño el maldito orgullo.      

Dijimos que la vida nos reuniría si así lo quería. Que sólo el destino azaroso permitirá que nos veamos algún día. Cuando llegue, tú me notarás desde lejos, sonreirás y levantarás la mano para saludarme. Yo te miraré de perfil, agradeceré a Dios por ti, levantaré  el dedo índice y medio de mi mano derecha y fingiré una sonrisa, te despedirás de la misma forma en la que saludaste y seguirás tu camino. Cuando lo hagas, mi alma aún inundada, desbordará nuevamente recordando la noche que no debió terminar jamás.

Un absurdo cuadro de Amor Planetario