martes, 6 de abril de 2010

Esclavos del dolor

Terminamos recordando el principio de todo. Agradeciendo por lo aprendido y prometiendo qué no debemos hacer nunca más. El alma se inundaba de tristeza y desbordaba por nuestros ojos. Lágrimas.  

Nos abrazamos, nos tomamos de la mano. Caminamos hacia la despedida, nos miramos a los ojos como si fuera la última vez que lo hiciéramos, pues así era. Besé sus manos y ella besó las mías. Pedíamos que la noche no terminara nunca, como dos perdidos que sólo tienen el uno del otro.

Era tan difícil soltar sus manos, era tan difícil dejar de mirarla, era tan difícil pensar que sería la última vez y era tan difícil volver a la realidad. En el último abrazo rozamos nuestras mejillas, apoyamos nuestras frentes y juntamos nuestros labios. Era inevitable no pensar en dejar a un lado lo hablado, lo acordado, lo ya decidido.

La frustración se hacía más grande. La gravedad de su voz me derrumbó nuevamente y me dejó ahí, en el suelo. Ese momento se hizo eterno, las palabras no existían. Aprendimos a leer nuestros ojos tan bien, que nuestras miradas se encargaban de cerrar heridas abiertas y de abrir nuevas heridas, las más profundas.     

La luna cómplice, esa luna que con su tenue luz nos mantuvo unidos y alumbraba nuestros pasos en momentos que la oscuridad de la inseguridad nos cegaba, fue diferente con nosotros esta vez. Comprendió que cuando dos personas no deben hacerse más daño, es mejor no alumbrarlas, dejar que tropiecen y que retomen su camino con el brillo de otras estrellas.

Prometimos estar cerca, mentíamos. Decidimos ser amigos, pero dolía. Extrañamos nuestras voces, porque sólo oíamos nuestros ecos. Jugábamos a ser fuetes, perdíamos. Lloramos en silencio, gritábamos. Decidimos olvidar, sufríamos. La vida no nos permitió comprender lo sucedido, pero nos obligaba a aceptarlo.

Somos esclavos del dolor. Somos sobrevivientes de la guerra más hermosa. Somos almas intentando reencontrarse en la calle de los recuerdos con las viejas mitades cansadas, golpeadas, rencorosas y abatidas producto de los proyectiles certeros, cargados de errores y confusiones, pero nos engañábamos.

Traté de que el recorrer las palmas de tus manos al momento de soltarlas, sea una sensación perpetua que te traiga a mi mente todas las mañanas, todas las mañanas en las que veo tu foto al despertar, a la que limpio del polvo de olvido que quiere borrarla. Llegó el momento. Un beso en la frente, hacer duro el corazón y caminar sin mirar atrás como me lo enseño el maldito orgullo.      

Dijimos que la vida nos reuniría si así lo quería. Que sólo el destino azaroso permitirá que nos veamos algún día. Cuando llegue, tú me notarás desde lejos, sonreirás y levantarás la mano para saludarme. Yo te miraré de perfil, agradeceré a Dios por ti, levantaré  el dedo índice y medio de mi mano derecha y fingiré una sonrisa, te despedirás de la misma forma en la que saludaste y seguirás tu camino. Cuando lo hagas, mi alma aún inundada, desbordará nuevamente recordando la noche que no debió terminar jamás.

Un absurdo cuadro de Amor Planetario 

0 comentarios: